SAN PEDRO Y
SAN PABLO
Los Santos Padres han considerado a
los apóstoles san Pedro y san Pablo como dos columnas sobre las que descansa la
Iglesia. Continúan interpelando al hombre de hoy, alumbrando a quien se propone
unirse con la Santísima Trinidad.
Un océano de amor vería el Maestro
en los ojos del humilde pescador de Betsaida para erigir sobre él la Iglesia.
Tras la rudeza de sus manos y rostro curtidos en el mar apreciaría un tierno
corazón refulgiendo en su mirada. Impetuoso, impulsivo, imprevisible e incluso
contestatario cuando atendía a la escueta razón, y se le paralizaba el pulso al
sospechar la pérdida de su Maestro por ignorar todavía el trasfondo mesiánico
albergado en sus palabras, el apóstol era una piedra preciosa a la espera de
ser tallada, un hombre de raza, pura pasión…
Se ha tendido a subrayar la
debilidad que Pedro mostró tras el prendimiento de Cristo, relegando a un
segundo plano la globalidad de sus edificantes gestos que sostuvieron la
Iglesia hasta derramar su sangre. Fue pronto en el seguimiento; se anticipó a
la petición de lo que se considera legítimo, como es la familia. En ello se
asemejaba al resto de los apóstoles, ciertamente, pero Cristo se fijó en él de
forma especial. Al conocerle, le saludó por su nombre: «Tú eres Simón…» y le
dio otro apelativo, el de Cefas. Todo un símbolo, una señal; le proporcionó
nueva identidad y ésta incluía el cambio sustantivo para su vida.
El llamamiento personal continúa
teniendo este signo para nosotros; exige una transformación, como devela el
Evangelio que le sucedió a Pedro. Él se aventuró a responder al Maestro en
nombre de los apóstoles desde lo más hondo del corazón, de forma inspirada,
rotunda. Había resonado en su interior la voz divina y lo reconoció como
Mesías: una auténtica y explícita profesión de fe.
Es obvio que no podemos confesar a
Dios si no lo entrañamos. Por ese acto, Cristo lo denominó «bienaventurado»,
edificando sobre él su Iglesia al instante. Es verdad que vaciló y se dejó
llevar por sus temores desoyendo la advertencia del Maestro, sin tomar
conciencia de la fatalidad en la que incurriría; por eso no puso coto a tiempo
a su flaqueza, sucumbió y lo negó. Pero de la radicalidad de su posterior
respuesta, que vino envuelta en amargas lágrimas, se extraen incontables
lecciones, teniendo como trasfondo la misericordia y el perdón divino.
Toda debilidad, sea del orden que
sea, es susceptible de modificación, porque contamos con la gracia para renacer
día tras día. Pedro protagonizó uno de los instantes más tiernos del Evangelio,
cuando Cristo le preguntó tres veces si le amaba. Con ese consuelo en su
corazón aglutinó a los apóstoles, anunció la Palabra, sufrió cárcel, conmovió a
las gentes sorprendidas de que un galileo hablase con tanta fuerza, afrontó las
dificultades surgidas en las comunidades, hizo milagros…; en suma, amó hasta la
saciedad. Estaba al frente de todos, junto a María, cuando recibieron el
Espíritu Santo. Apresado durante la persecución de Nerón el año 64, a punto de
ser ajusticiado en la cruz, sintiéndose indigno de morir como Cristo, pidió que
le crucificaran boca abajo.
A su vez, Pablo, el más grande
misionero que ha existido sobre la faz de la tierra, es un ejemplo vivo de lo
que significa el compromiso personal en el seguimiento de Cristo testificando
la Palabra con independencia del humano sentir, del «temor» y del «temblor» que
se pueda experimentar. No fue miembro de la primera comunidad, pero su
admirable impronta apostólica nada tiene que envidiar a la de los Doce.
Judío, originario de Tarso, nació
entre los años 5-10 d.C. Formado bajo la tutela del prestigioso Gamaliel en
Jerusalén, al conocer la existencia de los seguidores de Cristo, considerados
como una secta, se propuso luchar contra ella descargando toda su fuerza. Si su
trayectoria anterior a la conversión fue la de un celoso defensor del ideal en
el que creía, ese que le indujo a actuar fieramente, después de haber quedado
cegado por la luz del Altísimo camino de Damasco, no le faltaron arrestos para
anunciar el Evangelio; en su pecho albergaba un volcán de pasión.
Este infatigable apóstol de los
gentiles, precursor de la Nueva Evangelización, nos enseña a difundir la
Palabra a los alejados de la fe y no solo a los creyentes; hacerlo a tiempo y a
destiempo en los paraninfos universitarios o en los suburbios, en ámbitos donde
mora la increencia y en los que ya anida la fe. Nos insta a enriquecer los
nuevos areópagos que las presentes circunstancias ofrecen. Él hubiera
aprovechado convenientemente los actuales mass media: prensa, radio,
televisión, Internet, redes sociales… Estos recursos puestos al alcance de un
apóstol de su talla habrían dado la vuelta al mundo impregnados del amor de
Dios. Dio testimonio de su arrebatadora entrega a Cristo sin ocultar cuántas
penalidades atravesó por Él: cárceles, azotes, naufragios, peligros constantes,
hambre, sed, frío, falta de abrigo y de descanso, agresiones a manos de
salteadores, etc. A todo ello hemos de estar dispuestos si de verdad queremos
seguir a Cristo.
Pablo pudo ponerse como ejemplo,
con tanta modestia y libertad en el amor, porque ya no vivía en sí mismo; era
Cristo quien estaba en él, de quien provenía su fuerza y su gloria; Él le
confortaba. Viajó incansablemente, venció la resistencia de ciudades dominadas
por la idolatría y de los que quisieron doblegarle, superó reticencias de sus
propios hermanos, y convirtió a indecibles con su vida, palabra, milagros y
prodigios. Ansiaba tanto llegar a la meta, que luchaba para que después de
haberla predicado, no fueran otros los que la conquistaran quedándose rezagado
en el camino. Libró perfectamente su combate, corrió hasta el fin, firme en la
fe. Todo lo consideró basura con tal de ganar a Cristo, gastándose y
desgastándose por Él. Constituye un ejemplo incuestionable para nuestra vida.
Coronó la suya entregándola bajo el golpe de espada que le asestaron en la Vía
del Mar hacia el año 67.
CONTEMPLAMOS
LA PALABRA
I
LECTURA
El
Espíritu Santo vive en la Iglesia. Es espíritu de vida y de libertad. Las
cadenas se caen y las puertas se abren cuando dejamos que sea el Espíritu el
que nos conduzca. Una iglesia viva y dinámica no puede morir, porque el
Espíritu la lanza siempre hacia adelante.
Lectura
de los Hechos de los apóstoles 12, 1-11
El rey Herodes hizo arrestar a
algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó ejecutar a Santiago,
hermano de Juan, y al ver que esto agradaba a los judíos, también hizo arrestar
a Pedro. Eran los días de "los panes ázimos". Después de arrestarlo,
lo hizo encarcelar, poniéndolo bajo la custodia de cuatro relevos de guardia,
de cuatro soldados cada uno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo
después de la Pascua. Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la
Iglesia no cesaba de orar a Dios por él. La noche anterior al día en que
Herodes pensaba hacerlo comparecer, Pedro dormía entre los soldados, atado con
dos cadenas, y los otros centinelas vigilaban la puerta de la prisión. De
pronto, apareció el Ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El
Ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar, diciéndole: "¡Levántate
rápido!". Entonces las cadenas se le cayeron de las manos. El Ángel le
dijo: "Tienes que ponerte el cinturón y las sandalias", y Pedro lo
hizo. Después le dijo: "Cúbrete con el manto y sígueme". Pedro salió
y lo seguía; no se daba cuenta de que era cierto lo que estaba sucediendo por
intervención del Ángel, sino que creía tener una visión. Pasaron así el primero
y el segundo puesto de guardia, y llegaron a la puerta de hierro que daba a la
ciudad. La puerta se abrió sola delante de ellos. Salieron y anduvieron hasta
el extremo de una calle, y en seguida el Ángel se alejó de él. Pedro, volviendo
en sí, dijo: "Ahora sé que realmente el Señor envió a su Ángel y me libró
de las manos de Herodes y de todo cuanto esperaba el pueblo judío".
Palabra
de Dios.
SALMO
Salmo
33, 2-9
R.
El Señor me libró de todos mis temores.
Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios. Mi alma se gloría en el Señor: que lo
oigan los humildes y se alegren. R.
Glorifiquen conmigo al Señor,
alabemos su Nombre todos juntos. Busqué al Señor: Él me respondió y me libró de
todos mis temores. R.
Miren hacia él y quedarán
resplandecientes, y sus rostros no se avergonzarán. Este pobre hombre invocó al
Señor: Él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. R.
El Ángel del Señor acampa en torno
de sus fieles, y los libra. ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor! ¡Felices los
que en él se refugian! R.
SEGUNDA
LECTURA
Nosotros
también, como los apóstoles, esperamos con amor la manifestación de Jesucristo.
Como los apóstoles, miramos hacia ese día con esperanza y caminamos en la fe
que nos sostiene.
Lectura
de la segunda carta del Apóstol san Pablo a Timoteo 4, 6-8. 17-18
Querido hijo: Ya estoy a punto de
ser derramado como una libación, y el momento de mi partida se aproxima: he
peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya
está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me
dará en ese día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con
amor su manifestación. El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el
mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los
paganos. Así fui librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y
me preservará hasta que entre en su reino celestial. ¡A él sea la gloria por
los siglos de los siglos! Amén.
Palabra
de Dios.
EVANGELIO
"Jesucristo
ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de
Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: 'Apacienta mis
corderos, apacienta mis ovejas'. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el
servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez
más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus
ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él,
abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y
ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los
más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al
hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado
(cf. Mt 25, 31-46). Solo el que sirve con amor sabe custodiar" (Papa
Francisco, homilía de la asunción de su pontificado, 19/3/13).
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 16, 13-19
Al llegar a la región de Cesarea de
Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo
del hombre? ¿Quién dicen que es?". Ellos le respondieron: "Unos dicen
que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los
profetas". "Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?".
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de
Dios vivo". Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás,
porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las
llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en
el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el
cielo".
Palabra
del Señor.
COMPARTIMOS LA PALABRA
La
misión de los Apóstoles es dar testimonio fiel y sincero de Cristo, aun
implicando ello la persecución y la muerte. Se actualizan las palabras de Jesús
que dicen: «bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan,
y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del
hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo.» (Lc. 6, 22-23)
Date
prisa, levántate
La
primera parte del libro de los Hechos de los Apóstoles finaliza con la muerte
de Santiago y la encarcelación de Pedro. El evangelista Lucas, ahora redactor
de las primeras vivencias de los Apóstoles, explica que el mandato misionero de
Jesús se extiende hasta la entrega de la propia vida. El verdadero testigo del
Resucitado no puede quedarse con un pie en las seguridades humanas y el otro
pie en las confianzas divinas; el verdadero testigo es el que, desde el
principio, es consciente de que su vida, si dice sí a Dios, está depositada en la
confianza en Él. Ahora bien, ¿quién dijo que era fácil? ¿Acaso no se acrisola
el oro para potenciar más sus nobles atributos? El fuego al que se somete el
cristiano, el testigo de Cristo, es la incomprensión humana, la cual conlleva
odio, exclusión, injuria, calumnia… tanto ayer como hoy y mañana. Esa
incomprensión no es tanto debida a que no expliquemos bien el mensaje -aunque
haya veces que sí lo empañemos- como a que nuestra vida es escándalo para unos
y necedad para otros. Sin embargo, mientras que el oro se acrisola solo, el
cristiano no; lo contemplamos en Santiago y Pedro que están acompañados en todo
momento por la comunidad de creyentes, la Iglesia, en insistente oración
-¡poderoso medio de gracias!- y de Dios mismo que acampa a través de su mensajero
en torno a sus fieles y los protege.
Ahora
me aguarda la corona merecida
Por otro
lado, Pablo, en las palabras que al final de su cautiverio dirige a Timoteo,
nos ofrece su testamento. Recordando las palabras que hemos escrito en el
párrafo anterior, el Apóstol de los gentiles es consciente de que ha conseguido
aquello por lo que ha corrido hasta la meta: si entregas tu vida mantenida por
la fe a la predicación del Evangelio, el Señor te ayuda a ser su mensajero y a
obtener tu premio. Mas, ¿qué tipo de premio es aquel que se asemeja con la
muerte? Las palabras de Pablo -«ahora me aguarda la corona merecida»- tienen un
sentido cultual y escatológico. Cultual en cuanto a que sabe que su testimonio
va a culminar con el sacrificio; escatológico, su corona la pospone a «aquel
día», sabiendo que el premio que el Señor nos tiene reservado es comunitario.
Dios premia a toda su Iglesia reunida en el cielo, como bienaventurada amada.
Sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia
Y es que
los testigos del Hijo de Dios somos las piedras en la edificación de la Iglesia
al igual que Simón. Jesús nos lo explica a través de una imagen aplicada al
hijo de Jonás y empleando símbolos fáciles de comprender en aquella época y
contexto y que, quizá, nosotros necesitemos analizar. Así, con el cambio de
nombre de Simón, Jesús está anunciándole que le encomienda una nueva misión
como es la construcción de una nueva comunidad de creyentes. Kephas -piedra en
arameo- se convierte en el cimiento de todos los cristianos, en prototipo del
discípulo de Jesús, ocupando un lugar fundamental pues, a la vez, le hace único
poseedor de las llaves del Reino de los Cielos y le da la facultad de atar y
desatar en el cielo y en la tierra. La entrega de las llaves nos recuerdan las
palabras del profeta Isaías -«Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de
David: abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá.» (Is. 22, 22)-, mientras
que el poder atar y desatar es una imagen semítica que implica tener autoridad
doctrinal y ser garante de la interpretación de las enseñanzas del Rabí
-atribuida por la tradición católica posteriormente al primado del Papa-. Simón
supo ser Pedro, aunque puede que no desde aquel mismo instante, sino algún
tiempo después, y que no sería grata su presencia y su palabra ante los
dirigentes políticos y religiosos judíos; de ahí que con el pasar del tiempo,
finalmente, fuera apresado y encarcelado por anunciar el Nombre de Jesús.
Hoy,
Pedro y Pablo, reflejo de cómo vivieron nuestros primeros hermanos en la fe,
siguen comunicando que la vida del testigo está perdida sin el anuncio íntegro;
que la vida del testigo es una carrera sostenida por la fe; que la vida del
testigo es firme y fuerte como roca bien cimentada; que la vida del testigo es
contemplar al Señor, el cual hace radiar nuestro rostro y sosegar nuestras
ansias y angustias en los momentos de duda y aflicción porque quien a Él
consulta, encuentra respuesta.
ORACIÓN UNIVERSAL