“Este
es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo”
En este segundo domingo de Cuaresma
escuchamos en el Evangelio el relato de la transfiguración del Señor.
Vislumbramos la gloria. Se nos anticipa el cielo. De algún modo, recién
iniciada la andadura cuaresmal, se nos deja entrever cuál es el final de la misma.
La resurrección, realidad gloriosa del ser, da sentido a nuestro caminar. Como
dirá San Pablo, «si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe» (1 Cor 15,
14).
En definitiva, la Palabra de Dios en
este domingo, se nos presenta condensada por cuatro verbos y una invitación.
Por un lado, los verbos: salir, tomar parte, subir, escuchar, bajar… dotan de
vitalidad al conjunto del mensaje y nos ayudan a configurar nuestra identidad
creyente, a fraguar nuestra esperanza en la resurrección y a vivir la caridad
en el barro de nuestra historia. Por otro lado, una invitación: contemplar.
Contemplar la gloria Dios. Contemplar, convirtiendo ‘nuestros modos de ver’ en
los ‘modos del mirar de Dios’. Contemplar, como impulso para la misión.
Contemplar, gestando al interior, palabras para el tiempo oportuno. «Hasta que
el Hijo del hombre resucite», es la medida cumplida del tiempo. Ahora nos toca
a nosotros ser narración para los demás de una gloria que hemos contemplado por
la fe en Cristo Jesús.
DIOS NOS HABLA. ESCUCHAMOS SU PALABRA.
1
LECTURA
“El sentido de este texto se percibe muy
cercano a nuestra realidad humana: andamos peregrinando por la vida, con una
visión de lo que queremos, permanentemente en búsqueda de nuestro lugar en el
mundo. Constantemente más que hallar un lugar, hallamos preguntas. La realidad
es dinámica, siempre transitando hacia lugares desconocidos. De alguna forma,
la historia de Abraham es nuestra historia personal, la de quienes estamos en
permanente búsqueda espiritual”.
Lectura
del libro del Génesis 12, 1-4a
El Señor dijo a Abrám: “Deja tu tierra
natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una
gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te maldiga, y por ti se
bendecirán todos los pueblos de la tierra”. Abrám partió, como el Señor se lo
había ordenado.
Palabra de Dios.
Salmo
32, 4-5. 18-20. 22
R.
Señor, que descienda tu amor sobre nosotros.
La palabra del Señor es recta y él obra
siempre con lealtad; él ama la justicia y el derecho, y la tierra está llena de
su amor. R.
Los ojos del Señor están fijos sobre sus
fieles, sobre los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la
muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia. R.
Nuestra alma espera en el Señor: Él es
nuestra ayuda y nuestro escudo. Señor, que tu amor descienda sobre nosotros,
conforme a la esperanza que tenemos en ti. R.
2
LECTURA
¿Qué
es lo que nos sostiene en medio de los dolores y el rechazo? Mirar a
Jesucristo, que ya ha vencido a la muerte y difunde vida e inmortalidad. En él
nos sostenemos. En su victoria confiamos.
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1, 8b-10
Querido hijo: Comparte conmigo los
sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la
fortaleza de Dios. Él nos salvó y nos eligió con su santo llamado, no por
nuestras obras, sino por su propia iniciativa y por la gracia: esa gracia que
nos concedió en Cristo Jesús, desde toda la eternidad, y que ahora se ha
revelado en la manifestación de nuestro Salvador Jesucristo. Porque él destruyó
la muerte e hizo brillar la vida incorruptible, mediante la Buena Noticia.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN cf. Mt 17, 5
Desde la nube resplandeciente se oyó la
voz del Padre: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”.
EVANGELIO
En
el transitar de nuestra vida, a veces Dios nos hace regalos como este: nos
lleva a su santa presencia y nos deja entrever lo que es la Vida plena y
luminosa. Entonces, Jesús se nos revela cercano e íntimo. La tentación es
pedirle que podamos quedarnos ahí, en la altura, desentendidos del mundo. No es
todavía el tiempo. Iluminados por esta revelación, seguimos caminando en esta
tierra y en esta historia.
✚ Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 17, 1-9
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su
hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en
presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se
volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías,
hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si
quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra
para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con
su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Éste es mi Hijo muy querido,
en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos
cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y,
tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos,
no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les
ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre
resucite de entre los muertos”.
Palabra del Señor.
MEDITAMOS LA PALABRA DE DIOS.
En su mensaje de Cuaresma el Papa
Francisco comienza con una invitación clara: convertirse al Señor. Pero lo
hermoso de sus palabras está en la comprensión del dinamismo de la conversión
como un «crecer en la amistad». Nuestras relaciones de amistad aparecen no
pocas veces transidas de momentos luminosos y también de otros más oscuros. Los
desniveles en el «feed-back» relacional nos causan conflicto y, en ocasiones,
hasta distanciamiento.
Pues bien, con la primera lectura de hoy
asistimos al inicio de una relación de amistad: la de Dios con su pueblo. En la
persona de Abrahán, padre de los creyentes, encontramos el origen de esta
amistad. Dios aparece nuevamente con su deseo de formar parte del devenir del
ser humano. Un Dios que busca, que nos busca.
Salir. Nuestras relaciones de amistad,
al igual que la de Dios con nosotros, implica la decisión de salir de uno mismo
para encontrarse con el otro. Este salir de nosotros mismos conlleva aparejado
el valor de la confianza. Abandonar nuestros espacios de seguridad, nuestras
visiones unilaterales de la realidad y de los otros, desemboca en el
enriquecimiento progresivo, en la dilatación de nuestro horizonte de vida. En
cristiano, desemboca en el cumplimiento de la promesa. Abrahán es, no solo
padre de los creyentes, sino modelo de un vivirse confiado en la Palabra de
Dios. Cabe preguntarnos si estamos dispuestos a salir de nosotros mismos al
encuentro de los hermanos; si en verdad somos capaces de abandonar nuestras
comodidades y seguridades por un bien mayor en el que la vida del otro se hace
parte de la mía; o si confiamos en la Palabra de Dios como guía para nuestro
caminar.
Tomar parte. Pero toda relación de
amistad, además de salir, exige de nosotros un compromiso con y por el otro.
Así lo entiende el apóstol Pablo cuando nos invita a implicarnos en «los
trabajos del Evangelio». Comprometerse con la causa de Cristo es comprometerse
con el hermano. El afán de cada jornada halla su motivo, no en nuestro voluntarismo
bienintencionado, sino en la misericordiosa opción de Dios por contar con
nosotros para las labores del Reino. Se trata de dejarnos complicar la vida por
el Evangelio. ¿Cómo vivo mi fe: desde la comodidad o desde el compromiso? ¿Cómo
predico a Cristo en lo que vivo y en lo que hago?
Subir. «Jesús tomó a Pedro, Santiago y
Juan y se los llevó a una montaña alta». Se trata de alzar la mirada, de
contemplar más allá de las estrecheces de nuestros ojos. Se trata de hacer el
esfuerzo de alejarnos un poco de lo urgente de nuestra vida para tener una
perspectiva mayor de lo verdaderamente importante. Se trata de buscar el
encuentro con Cristo para volver a la vida cambiado por Él. Se trata de no ser
siempre nosotros la última palabra en todo y para todo. Se trata de dejar a
Cristo que nos muestre su gloria en cada uno de los hermanos. En mi oración, en
mi encuentro con Cristo ¿dejo que Él cambie mi vida, mis prioridades, mis
intereses?
Escuchar. Es imperativo divino. Escuchar
a Cristo. En las relaciones de amistad la escucha juega un papel central. En
cierta medida, escuchar al otro me complica la existencia, me compromete con el
otro, me hace formar parte del devenir del otro. Y esto es precisamente lo que
Dios quiere cuando nos invita a escuchar a Cristo: que formemos parte de la
vida de Cristo, que nos dejemos complicar e implicar en su proyecto salvífico.
Ya no se trata solamente de obedecer la ley mosaica o de ejecutar la denuncia
profética. Ahora, ambas, han de ser vividas a través del tamiz de la nueva ley
que trae Cristo: «amaos unos a otros como yo os he amado». ¿A quién escucho?
¿Oigo el clamor de mis hermanos? ¿Escucho a Cristo en mi vida o solo soy yo el
que hablo? ¿Es Cristo un Tú personal para mí con el que hacer encuentro, o
solamente es un ente abstracto al que presentarle mi lista de deseos como si se
tratara de un mago?
Bajar. Para poder levantar a un hombre
caído es necesario agacharse. No podemos estar siempre viviendo en abstracto
nuestra vida cristiana. Ésta ha de encarnarse en medio del barro de la
humanidad. Ha de poner la pizca de gloria recibida por la fe en Cristo Jesús
como punto de luz y esperanza en medio de las tinieblas de nuestro mundo. Es
nuestro momento. El de cada uno de nosotros por llevar a nuestros hermanos,
especialmente a los que más sufren, la presencia gloriosa de Cristo.
El final es una invitación: la de
contemplar, la de ser transfigurados por Dios como lo fue Cristo. Aquí las
palabras se agotan y solo cabe dejarle espacio a la poesía, al modo humano de
pronunciar lo inefable. Estos versos del largo poema de Gerardo Diego, «Salmo
de la transfiguración», pueden servir de colofón final, de oración personal, de
deseo compartido:
Transfigúrame.
Señor, transfigúrame.
Traspáseme tu rayo rosa y blanco.
Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla
en tu más alta catedral.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de Ti en tu gloria traspasado.
Quiero poder mirarte sin cegarme,
convertirme en tu luz, tu fuego altísimo
que arde de Ti y no quema ni consume...
ESTUDIO BÍBLICO.
Iª
Lectura: Génesis (12,1-4): La confianza en Dios, base de la religión
I.1. El relato de la vocación de Abrahán
abre las lecturas de este segundo domingo de cuaresma. Es un relato que viene a
manifestar la promesa de Dios que nunca abandonará a la humanidad. En Gn 1-11
se ha repasado, sucintamente, con alardes literarios y casi míticos, el
misterio de la humanidad en general, que poco a poco ha querido emprender un
camino independiente de Creador. Si debemos reconocer que lo allí descrito no
puede ser “historia pura”, la verdad de todo está en llegar a la situación en
la que es necesaria de nuevo la mano de Dios para poner su obra creadora en
armonía con su proyecto de salvación. Es por eso que Gn 12 es tan importante
desde el punto de vista de la “historia de la salvación”. Dios siempre
encuentra hombres o grupos para que su obra pueda seguir teniendo esa categoría
creacional buena.
I.2. Ya en esos capítulos anteriores se
ponía de manifiesto, puntualmente, el proyecto salvífico de Dios, que nunca
podía guardar silencio ante las acciones de los hombres; pero quizás las cosas
se presentan allí con una cierta mentalidad pesimista. Ahora ese proyecto
salvífico del Creador se va a hacer muy concreto con el “padre de los
creyentes”, con Abrahán. Este personaje, al que se hace originario de la cuenca
de los dos ríos de Mesopotamia, de Caldea, donde existía una cultura muy
antigua, se le pide abandonar la tierra, los lazos de siempre, porque Dios
quiere comenzar algo nuevo en un sitio menos deslumbrante ¡no olvidemos este
detalle!. De entre aquellos nombres oscuros y sin grandeza enumerados en las
páginas precedentes del Génesis, surge Abrahán y con él se pone de manifiesto
la virtud del creyente que se fía rotundamente de Dios y que busca una luz
nueva.
I.3. La carta a los Hebreos (11,8-10)
describe profundamente ese momento: se fue a una tierra extraña, sin saber
adónde iba. Pero Dios no falla nunca; pide, pero siempre responde. Abrahán debe
dejar detrás la cultura de los ziggurat, la grandiosidad de los dioses
mesopotámicos que no han llenado, a pesar de todo, la vida de los hombres. Atrás
queda Babel, los intereses de los pueblos y ciudades, sus confusiones y
orgullos..., porque Dios, un Dios con corazón, le quiere brindar a él, y con él
a la humanidad, una vida con más sentido. Babilonia es la encarnación de todas
las potencias políticas que han hecho derramar sangre y lágrimas a la
humanidad. Dios, el Dios creador, no quiere eso para la humanidad… y Abrahán
emprender, según nuestro relato, el camino de la fe, de la confianza (emunah)
absoluta en Dios. Comienza así, idílicamente si queremos, una nueva manera de
entender la religión como experiencia de confianza en Dios creador y salvador.
Esta es la clave de la fe de Israel. Los dioses babilónicos serían “muy
cultos”, pero nunca quisieron la confianza de los hombres, sino el someterlos.
IIª
Lectura: IIª Timoteo (1,8-10): La pasión del evangelio como salvación
II.1. El autor de este texto epistolar,
presuntamente Pablo, recomienda a su discípulo Timoteo que se haga cargo de la
misión y vocación que ha recibido de parte de Dios: anunciar el evangelio. Es
un texto hermoso, de un buen discípulo de Pablo si es que aceptamos, como
máxima probabilidad, que Pablo no lo escribiera. La mímesis o adaptación al
pensamiento paulino es encomiable. Conceptos como testimonio (martyrion), fuerza
de Dios (dynamis theou), el verbo salvar y llamar (sôsantos… kai kalésatos),
obras frente a gracia (erga-charis). Todo esto tiene como objetivo final
destruir la muerte (thánatos) y ofrecernos la inmortalidad (aphtharsía) por
medio del evangelio. Muchas cosas son de Pablo, otras suponen un evolución de
su pensamiento. Pero las afirmaciones, todas, son un buen ejemplo del kerygma
cristiano, de aquello que se debe proclamar al mundo.
II.2. Es la tarea más arriesgada de un
hombre comprometido con una comunidad. Por ello, anunciar el evangelio no es
relatar cosas o doctrinas carentes de sentido. Al contrario, como buena noticia
que es, y como los hombres necesitan estas buenas noticias para vivir, se debe
poner de manifiesto que Dios nos ha salvado. Eso, independientemente de
nosotros; porque el plan de Dios, como se expresa el autor de Timoteo, es un
proyecto de gracia. Y ese plan tiene un nombre concreto, una historia que puede
conocer toda la humanidad; se trata de Jesús de Nazaret, el Mesías cristiano,
quien ha venido para destruir la muerte, el pecado, el odio... y para darnos
una esperanza nueva. El cristianismo se fundamenta en esto, y como Abrahán
debemos poner en ello toda nuestra “confianza”, porque tenemos, además, la
garantía de Cristo.
Evangelio:
Mateo (17,1-9): La Transfiguración, la transformación de lo divino en lo humano
III.1. Todos los años, en el segundo
domingo de cuaresma, leemos el relato de la transfiguración. Corresponde, pues,
en este domingo leer el texto de Mateo. Los pormenores del este relato mateano
no nos alejaría mucho de su fuente, que es Marcos (9,2ss). Lucas (9,28ss) sí se
ha permitido una autonomía más personal (como la oración, por dos veces, que es
tan importante en el tercer evangelista y otros pormenores, como cuando Moisés
y Elías hablan de su “éxodo”). Para el evangelista Marcos es el momento de
emprender el viaje a Jerusalén y este es el punto de partida; Lucas ha querido
adelantar la Transfiguración antes de emprender de una forma decisiva el
“viaje” (9,51ss). Por tanto, Mateo es el más dependiente de Marcos a todos los
efectos literarios. Deberíamos pensar que una experiencia muy intensa vivida
por Jesús con algunos de sus discípulos, ha marcado la tradición de esta
narración.
III.2. El hecho de que esté en este momento,
tras la predicación de Jesús en Galilea y ya a las puertas de emprender el
viaje definitivo a Jerusalén, resulta elocuente. No podemos negar que esta
narración está concebida con el tono apocalíptico y con el lenguaje
veterotestamentario pertinentes. Las dos columnas del AT, Moisés y Elías son
testigos privilegiados de esta “experiencia”, en el monte (que nosotros lo
conocemos como el Tabor, pero que no está identificado en el texto, y no es
necesario). Porque el “monte” en cuestión es un símbolo, un lugar sagrado, un
templo, el cielo… Precisamente esos dos personajes del AT tuvieron con Dios su
experiencia en el monte, el Sinaí o el Horeb que es lo mismo. Por tanto, ya
podemos llegar a percibir unas claves concretas de lectura a partir de estas
semejanzas con los personajes mencionados. Por una parte están esos personajes
para ser testigos de la “intimidad” de Jesús, el Hijo de Dios, pero en su
necesidad más humana… Jesús, no es un impostor que habla del Reino a los
hombres sin autoridad. Moisés y Elías testifican que no es así… si “conversan”
con él es porque ellos le conceden a Jesús el “testigo” definitivo de la
revelación. Pero este no es solamente un nuevo Moisés o un nuevo Elías… es el
Hijo, como hace notar la voz celeste: escuchadlo!
III.3. Independientemente de la
fisonomía literaria y teológica del relato, con las cartas marcadas por la
cristología que respira la narración, nos preguntamos: ¿Qué significa la
transfiguración? La transformación luminosa de Jesús delante de sus discípulos,
ya camino de Jerusalén y de la pasión, es como un respiro que se concede Jesús
para ponerse en comunicación con lo más profundo de su ser y de su obediencia a
Dios. Jesús lee, digamos, su propia historia a la luz de su obediencia a Dios
con objeto de llevar adelante ese plan de salvación para todos los hombres.
Jesús no sube al monte de la transfiguración siendo el Hijo de Dios de la alta
cristología, sino el hombre-profeta de Galilea que pregunta a Dios si el camino
que ha emprendido se cumplirá. Por eso Lucas pone tanto interés en la oración,
porque estas cosas se preguntan y se viven en la oración. Y las respuestas de
Dios se escuchan también en la experiencia de la oración. De esa manera, los
dos personajes que se presentan acompañando a la nube divina, Moisés y Elías,
representantes cualificados del Antiguo Testamento, indican que ahora es Jesús
quien revela a Dios y a su mundo. Los discípulos le acompañan, pero no pueden
percibir más que una especie de sosiego que les lleva a pedir y desear
“plantarse” allí, construir tiendas en lo alto del monte.
III.4. Pero los hombres están abajo, en
la tierra, en la historia, y se les invita a bajar, como una especie de
vocación; deben acompañar a Jesús, recorrer con él el camino de Jerusalén,
porque un día ellos deben anunciar la salvación a todos los hombres. Jesús
decide bajar de ese monte y pide a los suyos que le acompañen. Viene de
“arriba” con la confianza absoluta de que su Dios lo ama… y ama a los hombres.
Pero en Jerusalén no le otorgarán la autoridad que ahora le han concedido
Moisés y Elías. También un día Moisés tuvo que bajar del Sinaí y se encontró
con la realidad de un pueblo que se había fabricado un becerro de oro (Ex
32,1-35); Elías también descendió del Horeb (1Re 19), sabiendo que lo
perseguirían las huestes de Jezabel que querían imponer a los dioses cananeos.
Jesús tuvo que aclarar en el “monte” si su mensaje y su vida eran la voluntad
de Dios. La voz celeste, por muy apocalíptica que suene, lo deja claro.
III.5. ¿Se debe o no se debe subir al
monte de la transfiguración? Desde luego que sí. Y este es un relato que nos
habla de la búsqueda de Dios y de su voluntad en la “contemplación” y en la
“oración”. Esta es una de las razones por las que el relato de la
transfiguración figura en la liturgia de la Cuaresma. No obstante, la enseñanza
es palmaria: lo contemplado debe ser llevado a la vida de cada día, de cada
hombre. Como Abrahán tuvo que dejar su tierra, los discípulos deben dejar la
“altura infinita” del monte para abajarse, porque ese evangelio que ellos han
vivido, deben anunciarlo a todos los hombres cuando Jesús resucite de entre los
muertos. Probablemente Jesús vivió e hizo vivir a los suyos experiencias
profundas que se describen como aquí, simbólicamente, pero siempre estuvo muy
cerca de las realidades más cotidianas. No obstante, ello le valió para ir
vislumbrando, como profeta, que tenía que llegar hasta dar la vida por el
Reino. Se debe subir, pues, al monte de la transfiguración, para bajar a
iluminar la vida. (Fray Miguel de Burgos Núñez, O. P.).
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