Octava de Navidad.
“María
conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón”
En este día, se unen tres
celebraciones. Recordamos la circuncisión de Jesús, y con esto, su inserción en
el pueblo y en la historia de Israel. Celebramos a María como Madre de Dios,
siendo ella la criatura que puso su cuerpo para que fuera engendrado el
Salvador. Y junto con toda la humanidad, realizamos la Jornada Mundial de la
Paz, anhelando que la vida nueva que Dios trae al mundo produzca la convivencia
pacífica y armoniosa entre todos los hombres y mujeres del mundo.
Como primera lectura, la liturgia
nos invita a meditar la fórmula empleada por los antiguos israelitas para
bendecir a los suyos. María es hija del Pueblo de Israel y sobre ella recayó
físicamente esta bendición cuando, por obra del Espíritu Santo, concibió al
Hijo de Dios.
El Salmo sigue este mismo tema. En
él resuenan ciertos elementos que nos recuerdan un poco el canto del
Magníficat, de tal forma que, orado dentro de esta Solemnidad, nos mueve a
imaginar que está dirigido, en cierto modo, a la Virgen María.
En la segunda lectura, san Pablo
toma la palabra para decirnos que nuestro Salvador nació de una mujer para
rescatarnos de la Ley y hacernos hijos y herederos de Dios Padre.
Y en la lectura del Evangelio
escuchamos la segunda mitad del pasaje del nacimiento del Salvador en la que se
nos narra, primero, cómo vivieron los pastores dicho acontecimiento y, después,
el rito de la circuncisión del Señor, en el que se le pone por nombre «Jesús».
CONTEMPLAMOS LA PALABRA
I LECTURA
La
antigua ley prescribía que los sacerdotes debían bendecir a la gente
pronunciando estas palabras. Nosotros somos un pueblo sacerdotal, consagrados
como signos de la presencia de Dios para difundir todo lo bueno que procede de
él. Empecemos el año bendiciendo, haciendo que la luz divina se pose sobre
nuestras vidas.
Lectura del libro de los Números 6,
22-27
El Señor dijo a Moisés: "Habla
en estos términos a Aarón y a sus hijos: Así bendecirán a los israelitas.
Ustedes les dirán: 'Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga
brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su
rostro y te conceda la paz'. Que ellos invoquen mi nombre sobre los israelitas,
y yo los bendeciré".
Palabra de Dios.
SALMO
Salmo 66, 2-3. 5-6. 8
R. El Señor tenga piedad y nos
bendiga.
El Señor tenga piedad y nos
bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros, para que en la tierra se
reconozca su dominio y su victoria entre las naciones. R.
Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia y guías a las naciones de la
tierra. El Señor tenga piedad y nos bendiga. R.
¡Que los pueblos te den gracias,
Señor; que todos los pueblos te den gracias! Que Dios nos bendiga, y lo teman
todos los confines de la tierra. R.
SEGUNDA LECTURA
Jesucristo
ha transformado nuestra historia humana en una historia plena, porque "la
llenó" de Dios. Él realizó la plenitud de los tiempos. Él llevó a la humanidad
a su dignidad más alta, porque unió lo humano y lo divino. Al comenzar este
año, celebramos la presencia santificante de Dios en nuestro devenir humano.
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los cristianos de Galacia 4, 4-7
Hermanos: Cuando se cumplió el
tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la
ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos
adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abbá!,
es decir: ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto,
heredero por la gracia de Dios.
Palabra de Dios.
EL EVANGELIO PARA EL DÍA DE HOY
Las
fiestas de Navidad y Año Nuevo traen movimiento y agitación. Parece difícil
encontrar la serenidad interior necesaria para meditar sobre el gran
significado de esta celebración. Procuremos que nuestro corazón pueda ser como
el de María, receptivo, creyente, con capacidad de discernir los acontecimientos
y descubrir el paso de Dios.
Ì Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente
adonde les había dicho el ángel del Señor, y encontraron a María, a José y al
recién nacido acostado en un pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído
decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban, quedaron admirados de lo
que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las
meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a
Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían
recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le
puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el ángel antes de su
concepción.
Palabra del Señor.
COMPARTIMOS LA PALABRA
Como es bien sabido, en todo
nacimiento humano intervienen directamente dos personas: la madre y el hijo –o
la hija–. Por eso, cuando celebramos nuestro cumpleaños, esta fiesta también es
de nuestra madre. Si hemos nacido es en buena medida gracias a ella, pues no
olvidemos que hemos nacido de ella. Nos gestó en sus entrañas y de ellas
salimos para entrar en el mundo, como seres absolutamente indefensos y
necesitados.
Obviamente que la figura del padre
es imprescindible para la gestación del hijo… pero es que sin la madre no hay
nacimiento.
Todo esto nos ayuda a comprender
por qué la Iglesia concluye la Octava de Navidad dedicándole una Solemnidad a
la que, por gracia de Dios, hizo posible el nacimiento de nuestro Salvador.
Efectivamente, María es, junto a su Hijo, la gran protagonista de la Navidad.
San José también está muy presente, pero su valor consiste precisamente en
saber estar en un discreto y humilde segundo plano.
¿Qué nos aporta espiritualmente
esta Solemnidad? Para descubrirlo, puede sernos de gran utilidad pensar en un
contraejemplo, y no lo hay mejor que Herodías, la cual, por medio de su hija
Salomé, hizo que el rey Herodes hiciera decapitar a san Juan Bautista (cf. Mc
6,14-29).
Herodías nos muestra la gran
influencia –positiva o negativa– que tiene una madre sobre sus hijos y, por
tanto, la gran responsabilidad que recae sobre ella. Toda madre puede trasmitir
a sus hijos muy buenas costumbres, o, como Herodías, puede hacer todo lo contrario.
Los maestros espirituales –y los psicólogos– dicen que es muy difícil recuperar
moralmente a las personas que desde pequeños han sufrido el mal ejemplo y
educación de su madre.
Sabemos que la influencia de la
madre comienza desde la gestación del hijo en su vientre. Si la madre lleva una
vida desordenada, el hijo que lleva en sus entrañas lo sufrirá. Incluso hay
quienes piensan que también son muy perjudiciales los rencores, las envidias y
demás malos pensamientos que la madre pueda guardar en su interior durante la
gestación. Porque, no lo olvidemos, su hijo depende totalmente de ella.
Aunque los Evangelios no son muy
claros, no sería muy aventurado suponer que la vida de Salomé no fue
espiritualmente nada fácil. El hecho de que su madre accediese a casarse con el
poderoso hermano de su legítimo marido y que, años más tarde, detestase tanto a
san Juan como para hacer que –¡por medio de los «encantos» de Salomé, su propia
hija!– lo ejecutasen, nos hace pensar que, cuanto menos, no era una buena
persona. Aunque, ciertamente, eso Dios sólo lo sabe y sólo Él debe juzgarla.
En todo caso, Herodías contrasta
enormemente con María. Comparemos la escena del nacimiento de Jesús con la del
martirio de san Juan Bautista. Meditemos lo que María y Herodías nos trasmiten
al contemplarlas. ¡María reluce por su inmaculada santidad!
Sabemos que la condición virginal
de María no sólo es física: es también espiritual. Dada la importancia que
tiene la madre en la gestación, nacimiento y crianza de sus hijos, sólo una
madre plenamente virgen puede gestar, dar a luz y criar al Hijo de Dios. Es
totalmente lógico. Por eso la Iglesia ha defendido siempre la virginidad de la
Madre del Salvador.
¿En qué medida la virginal
maternidad de María puede ayudarnos a seguir fielmente a su Hijo? Obviamente,
la virginidad física depende de la vocación y forma de vida de cada persona,
pero la virginidad espiritual, es decir, la «pureza de corazón», es algo hacia
lo que todos debemos caminar interiormente, pues es imprescindible para que Jesús
esté en el centro de nuestro corazón, y sea Él, por tanto, el centro de nuestra
vida.
Simplemente contemplando a María en
la escena del nacimiento, ¿no nos invade un gran deseo de tener un corazón tan
virgen y puro como el de Ella? ¡Cómo nos gustaría poder vivir con la paz, la
alegría y el amor de María!
Pero pensemos, además, que aquel
acontecimiento fue bastante duro, pues, si bien María pudo dar a luz a su Hijo
con la inapreciable ayuda de san José, se vio obligada a hacerlo fuera de su
casa y lejos de su familia, en un sucio y frío establo. A su Hijo le recostó en
el cajón donde comen las bestias, porque no tenía otra cosa. Y, sin embargo, al
contemplar dicha escena, sentimos misteriosamente cómo María nos trasmite una
gran paz, una intensa alegría y un profundo amor. Como les pasa a los pastores,
¡también nosotros quisiéramos dar gloria y alabanza a Dios!
Eso es lo que hacemos en la Octava
de Navidad, que concluye en esta Solemnidad en la que celebramos que Dios, por
medio de la maternidad virginal de Santa María, tuvo a bien enviarnos a nuestro
Salvador.
Siguiendo el ejemplo de María,
conservemos todas estas cosas, meditándolas en nuestro corazón...
ESTUDIO BÍBLICO
Iª Lectura: Números (6,22-27): El
Señor nos conceda la paz
I.1. Esta fórmula de bendición que
Moisés, en el texto, dicta a Aarón debe ser considerada como lo que es, una
fórmula litúrgica. Esa es la razón por la que Yahvé se la inspira a Moisés y
éste a Aarón, para darle toda la relevancia y solemnidad necesarias. Sabemos
que en ella podemos rastrear expresiones de otros textos bíblicos, de salmos
especialmente (cf 121,7-8; 4,7; 31,17; 122,6). Tres veces se repite el nombre
de Dios, de Yahvé. Y se pide la bendición que guarde al pueblo, que ilumine con
su rostro. Hay toda una teología bíblica del “rostro de Dios” que ha influido
mucho en la espiritualidad y en la verdadera actitud cristiana del seguimiento.
Buscar el rostro de Dios, el que Moisés no podía mirar, se convierte así en la
fórmula teológica de un Dios salvador y misericordioso, protector de Israel y
dador de la paz. La paz que era lo que el pueblo podía desear más que otra
cosa, sigue siendo el don maravilloso para el mundo.
I.2. Pero el texto que se ha
escogido del libro de los Números, está orientado, hoy especialmente, sobre la
bendición que se pide a Dios. Esa bendición es la paz. En las lenguas semitas,
con la raíz shlm —de donde deriva shalom-paz— se indica una dimensión elemental
de la vida humana, sin la cual ésta pierde gran parte de su sentido, si no
todo. Con la palabra paz se indica “lo completo, íntegro, cabal, sano,
terminado, acabado, colmado”. La paz, así entendida, designa todo aquello que
hace posible una vida sana armónica y ayuda al pleno desarrollo humano. En los
textos, sin embargo, no aparece siempre con este significado tan denso. De ahí
viene la palabra griega eirênê. Desde luego, desde el punto de vista bíblico,
la paz, e incluso la “pax” como término latino, no es solamente el orden
establecido. Es un don mesiánico, implica necesariamente ausencia de guerra.
Pero es, sobre todo, un estado de justicia y fraternidad. En el Nuevo
Testamento el término eirênê aparece acompañado también de otros sustantivos
con los que se coordina y complementa. De la mano de eirênê van amor y alegría
(Gal 5,22); gloria y honor (Rom 2,20); vida (Rom 8,6); honradez y paz (Rom
14,17); alegría (Rom 15,13); amor (2 Col 13,11; Ef 6,23); misericordia (Gal
6,16); favor/gracia y misericordia (1Tim 1,2; 2Tim 1,2; 2Pe 1,2; Jn 3);
rectitud, fe y amor (2Tim 2,22). Eirênê se muestra de este modo como el ámbito
propio para el desarrollo de una vida en plenitud, donde no puede admitirse ni
la violencia político-social, ni la violencia económica del mundo (de la
globalización inhumana). Efectivamente sigue siendo un “don mesiánico”, fundamentado
sobre la justicia y la fraternidad. Es un don que viene de lo alto, con todo lo
que esto significa.
IIª Lectura: Gálatas (4,4-7): La
plenitud de los tiempos trae la libertad
II.1. La carta a los Gálatas es
paradigma de la opción apostólica de Pablo por la salvación de Jesucristo, en
contra de la ley. Y este texto de hoy es un “axioma” teológico de su mensaje y
de su predicación. El salvador, el liberador, “ha nacido de mujer”, es un
hombre como nosotros en el sentido más determinante. Se ha dicho que esta es la
“navidad” de Pablo. No deja de ser curiosa, por escueta. Pero la verdad es que
nos encontramos ante un texto paradigmático por su afirmación teológica. Nada
de esto tiene desperdicio. Todo está medido y tasado en el planteamiento que
viene haciendo el apóstol sobre los que han de pertenecer al pueblo de Dios y
de las promesas. Es decir, todos los hombres que habiendo nacido fuera de
Israel, serán llamados a beneficiarse de las promesas hechas a Abrahán. Por eso
se habla de la “plenitud de los tiempos” (tò plêrôma tou jronou); y entonces un
hombre (porque es nacido de mujer), nacido en Israel (bajo la Ley), va abrir
las puertas de la gracia y la salvación a toda la humanidad.
II.2. No podríamos hablar de un
texto mariológico en el sentido estricto del término. De hecho, Pablo es más
bien cristológico. Pero no hay verdadera cristología sin la historia real de
Jesús de Nazaret (al que no conoció Pablo), un judío, como él. Un judío que
habría de enfrentarse, en nombre de Dios, a la manipulación de le ley, para
hacer posible que el verdadero proyecto de Dios se realizara plenamente. Para
“rescatar a los que estaban bajo la ley”: he aquí el objetivo de la encarnación
y el sentido de la navidad para Pablo. Es algo que se respira en toda la carta.
Y muy especialmente en este texto donde inmediatamente antes describe el tiempo
anterior a Cristo como un estar sometidos a un “pedagogo” (la ley), porque no
quedaba más remedio. Pero Dios, como Padre, tiene prevista otra cosa bien
diferente para sus hijos.
Evangelio: Lucas (2,15-21): Y
encontraron al Salvador del pueblo
III.1. Hoy se nos propone la
continuación del relato del nacimiento de Jesús, que se leyó la noche de
Navidad, que se compone de tres partes (1ª vv.1-6; 2ª vv. 7-14; 3ª vv. 15-21).
Nos permitimos señalar que esta tercera parte del relato de Lucas tiene un
cierto sentido por sí mismo, en cuanto muestra la respuesta humana al momento
anterior que es todo él mítico, revelador, divino, angelical y extraordinario.
Los pastores ¿qué harán?, ¿buscarán al Salvador?, ¿dónde?, ¿es suficiente el
signo que se les ha dado? ¡Desde luego que si!, lo buscarán y lo encontrarán.
Pero lo buscarán y lo encontrarán con el instinto de los sencillos, de los que
no se obsesionan con grandezas; diríamos que lo encontrarán, más bien, por
instinto profético. El narrador no deja lugar a dudas, porque quiere
precisamente mostrar la respuesta humana al anuncio celeste. Los pastores se
dicen entre ellos algo muy importante: «lo que nos ha revelado el Señor”. Y se
van derechos a Belén, ¿a Belén?, ¿era esa acaso la ciudad de David? Sí; lo fue,
pero ya no lo era de hecho, porque Jerusalén había ganado la partida. Pero como
por medio está el anuncio del Señor, recuperan el sentido genuino de las cosas.
Y van a Belén, de donde procedía David, para “ver” al Mesías verdadero. Es
verdad, todo es demasiado ajustado al proyecto teológico de Lucas, que quiere
poner de manifiesto el designio salvador de Dios.
III.2. Los pastores, al llegar,
encontraron el “signo”, aunque algo distinto: encontraron a sus padres, de lo
que no había hablado la voz celeste. Podría pensarse o podrían pensar que
encontrarían un niño abandonado, pero no; están sus padres con él. Y ya no se
mencionan los “pañales”, sino el niño acostado en un pesebre. Lo más curioso de
todo esto es que los pastores son los que vienen a interpretar el hecho a todos
los que lo escuchan. Son como los intérpretes del mensaje que han recibido del
cielo. No podemos menos de considerar que la escena es muy formal desde el
punto de vista narrativo. ¿Por qué? Porque Lucas quiere que sean precisamente
estos pastores, de fama canallesca en aquellos ambientes religiosos, los que
anuncien la alegría del cielo a todo el pueblo. Eso es lo que se dijo en el v.
10 y el encargo que se les encomienda: tienen que aceptar el “signo” e
interpretarlo para todo el pueblo. ¿Serán capaces? Si no hubieran sido los
pastores, probablemente la alegría le habría sido birlada al pueblo sencillo.
Pero los pastores, en este caso, son garantía de la inculturación del mensaje
divino en el pueblo sencillo.
III.3. ¡Hasta María se asombra de
esta noticia!, como si ella no supiera nada, después de lo que le había
“anunciado” (que no confidenciado) Gabriel. No obstante, Lucas quiere ser
solidario hasta el final. María también es del pueblo sencillo que, de unos
extraños pastores, sabe recibir noticias de parte de Dios. Y las guarda en su
corazón. Dios tiene sus propios caminos y de ahora en adelante veremos a María
“acogiendo” todo lo que se dice de su hijo (como en el caso de Simeón y Ana) y
lo que le dice su mismo hijo al dedicarse a las cosas que tiene que hacer y
anunciar, desde el momento de la escena de Jerusalén en el templo. Dios está
escondido en este “niño” y los pastores lo reconocen y alaban a Dios. ¡Quién
iba a decirlo!.
III.4. El relato termina con el v.
21 donde lo más importante y decisivo es poner el nombre del niño; la
circuncisión pasa a segundo plano. Un nombre que no es cualquier cosa, aunque
no sea un nombre original, ya que el de Jesús es bien conocido (es versión
griega del hebreo Josué). Pero como en la Biblia los nombres significan mucho,
entonces el que se le ponga el nombre que se le había anunciado, y no el que
María elige, quiere decir que acepta, más si cabe, que este niño, este su hijo,
ha de ser el Salvador del pueblo que anhela la salvación y que los poderosos le
han negado. Es verdad que no se dice explícitamente que María le puso ese
nombre, aunque así aparece en la Anunciación. Sabemos que el nombre se lo ponen
sus padres (aunque el esposo de María también queda en segundo término en el
relato, como la circuncisión). Incluso podíamos inferir que es todo el pueblo
el que se encarga de aceptar este nombre revelado que significa: Dios es mi
salvador o Yahvé salva. Es una “comunidad” la que reconoce en el nombre todo lo
que Dios le regala. Por tanto, en su nombre está escrito su futuro: ser el
Salvador de los hombres. Por eso María guardaba todas estas cosas en su
corazón.
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