“Hijo mío,
tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.”
No sólo el ayuno se encuentra entre
las llamadas prácticas cuaresmales, sino que también –creo yo– la religiosidad
popular le ha conferido una cierta preeminencia sobre las otras dos, la oración
y la limosna. Puede que a eso se deba que este tiempo de cuaresma haya estado
tradicionalmente teñido de tristeza, en contradistinción, además, respecto de
la Pascua y de la Navidad, a las que solemos atribuir una especie de duopolio
jubilar.
La alegría, sin embargo, atraviesa
el cristianismo, que es acogida de una buena noticia comunicada por Jesús y
que, en última instancia, es Jesús mismo; no puede faltar, por lo mismo, en la
vivencia cuaresmal. De hecho, estos cuarenta días representan para todos
nosotros el gozoso tiempo de la reconciliación con Dios mediante la conversión
al evangelio de Jesús; gozoso porque procura la alegría de sabernos hijos de un
Padre que es misericordia y que nos llama a ser como Él.
“Éste es el día del Señor, éste es
el tiempo de la misericordia [...] ¡Exulten mis entrañas! ¡Alégrese mi
pueblo!”, proclama la Iglesia en su Liturgia de las Horas. Nos viene al pelo la
parábola del hijo pródigo, que termina en fiesta.
CONTEMPLAMOS
LA PALABRA
PRIMERA
LECTURA
Después
de ser librados de la esclavitud de Egipto y de caminar por el desierto, los
israelitas llegaron a la tierra prometida. La comida de Pascua -esa cena de
cordero y panes ácimos que hicieron la noche de la salida- se celebra ahora en
una nueva geografía: su tierra. Así esta comida será por todas las generaciones
memorial de Dios salvador.
Lectura
del libro de Josué 4, 19; 5, 10-12
Después de atravesar el Jordán, los
israelitas entraron en la tierra prometida el día diez del primer mes, y
acamparon en Guilgal. El catorce de ese mes, por la tarde, celebraron la Pascua
en la llanura de Jericó. Al día siguiente de la Pascua, comieron de los
productos del país ?pan sin levadura y granos tostados? ese mismo día. El maná
dejó de caer al día siguiente, cuando comieron los productos del país. Ya no
hubo más maná para los israelitas, y aquel año comieron los frutos de la tierra
de Canaán.
Palabra de Dios.
SALMO
Salmo
33, 2-7
R. ¡Gusten y vean que bueno es el
Señor!
Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios. Mi alma se gloría en el Señor: que lo
oigan los humildes y se alegren. R.
Glorifiquen conmigo al Señor,
alabemos su Nombre todos juntos. Busqué al Señor: Él me respondió y me libró de
todos mis temores. R.
Miren hacia él y quedarán
resplandecientes, y sus rostros no se avergonzarán. Este pobre hombre invocó al
Señor: Él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. R.
SEGUNDA
LECTURA
Ya
estamos en la cuarta semana de Cuaresma, este tiempo que está puesto
especialmente para que dejemos el pecado y nos encontremos más sinceramente con
Dios. Hoy resuena este grito del apóstol: "¡Déjense reconciliar con
Dios!".
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 5, 17-21
Hermanos: El que vive en Cristo es
una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho
presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por intermedio
de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque es Dios el
que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los
pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación.
Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los
hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo:
déjense reconciliar con Dios. A Aquél que no conoció el pecado, Dios lo
identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos
justificados por él.
Palabra de Dios.
EL
EVANGELIO PARA EL DÍA DE HOY
"Jesús
expresa aquí el gran deseo de su Padre de ofrecer a sus hijos un banquete y su
ilusión porque se celebre aunque haya algunos que rechacen su invitación. Esta
invitación a comer es una invitación a intimar con Dios. Esto se ve
especialmente claro en la Última Cena. La celebración es parte del Reino de
Dios. Dios no sólo ofrece perdón, reconciliación y cura, sino que quiere hacer
todos estos regalos como muestra de su alegría para todos los que estén
presentes."
Ì
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-3. 11-32
Todos los publicanos y pecadores se
acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban,
diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos. El
menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me
corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo
menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus
bienes en una vida inmoral. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha
miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al
servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para
cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían
los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos
jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de
hambre!'. Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: 'Padre, pequé contra
el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno
de tus jornaleros'. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su
encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo
y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'. Pero el padre dijo a sus
servidores: 'Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en
el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en
el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que
acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué
significaba eso. Él le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo
matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'. Él se enojó y
no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió:
'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus
órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y
ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con
mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'. Pero el padre le dijo:
'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya
fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado'".
Palabra del Señor.
COMPARTIMOS
LA PALABRA
El
evangelista de la misericordia.
No es mérito exclusivo de Lucas, ni
mucho menos, haberse hecho eco de la predicación y de la práctica misericordiosas
de Jesús para con los pobres, los enfermos, los pecadores... Bien ganado, sin
embargo, se tiene el sobrenombre de evangelista de la misericordia porque es a
él a quien debemos relatos como los de la curación de los diez leprosos
(17,11-19), la comida de Jesús con Zaqueo (19,1-9) o su diálogo con el ladrón
arrepentido (23,39-44); y también parábolas de enorme belleza: el buen
samaritano (10,29-37), el fariseo y el publicano (18,9-14) o las tres que
componen el capítulo 15 de su evangelio: la oveja perdida (4-7), la dracma
también perdida (8-10) y el hijo no menos perdido (11-32), que proclama la
Liturgia de la Palabra en este domingo.
El
padre misericordioso y sus dos hijos, mezquino el uno y abusador el otro.
Los títulos asignados por traductores
y editores a las diferentes secciones y pasajes de los libros bíblicos,
incluyendo los evangelios, tienen la buena intención de facilitarnos su
comprensión mediante una lectura estructurada de los textos, a pesar de lo cual
sucede que, a veces, nos desorientan. Es evidente que el foco de atención de
esta parábola lucana no se dirige al hijo menor, sino al padre, razón por la
cual todos andamos tratando de renombrarla como la del padre misericordioso.
No es menos cierto que en ella
están presentes y actuantes sus dos hijos. De ahí que también podríamos
denominarla parábola del hijo mezquino o cicatero, si atendemos al mayor, y, si
nos fijamos ahora en el pequeño, del hijo caradura o sinvergüenza; mucho mejor
que «pródigo», por descontado, porque pedir a su padre la herencia equivale a
decirle: «te doy por muerto».
Dios
es misericordia.
La misericordia es la forma de ser
de Dios: tal parece, en efecto, la enseñanza principal de esta parábola y, en
general, una de las principales fibras de la buena noticia según San Lucas. Y
sabemos, por si alguien objetara que “Dios es amor” (1 Jn 4,8), que la
misericordia es una forma del amor, razón por la que Santo Tomás decía que
“Dios no tiene misericordia sino por amor, al amarnos como algo suyo”.
Dios es misericordia: esa y no otra
es la respuesta que Jesús puede ofrecer a aquellos fariseos y escribas
(representados en el hijo mayor) que le reprochan: “Este acoge a los pecadores
y come con ellos”. Por boca de esos acusadores hablan todos los adictos a la
presuntuosa espiritualidad del mercadeo, del intercambio, del toma y daca
(¡como si Dios fuera un comerciante fenicio!). Nunca podrán decir con San Pablo
que “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle
cuentas de sus pecados”.
Entre
dolores anda el juego: cuando la misericordia se hace don.
Jesús actúa misericordiosamente
porque Dios es misericordia. De nuevo Santo Tomás: “La palabra misericordia
significa... tener el corazón compasivo por la miseria de otro”. Como el padre
de la parábola, que “se conmovió” al ver a su hijo aquejado de grave necesidad,
también Dios es compasivo: padece con nosotros (cum-passio), le duele nuestro
dolor. La dolencia humana es siempre condolencia divina.
Por eso, a Jesús –“reflejo de su
gloria e importa de su ser” (Hb 1,3)– le zahirió, sobre todo, el sufrimiento
humano. Con mucha frecuencia se le atribuye en los relatos evangélicos esa
reacción de conmoción por el dolor ajeno que denominamos misericordia o
compasión. Es lo que sucedió, por ejemplo, cuando se le acercó un leproso (Mc
1,41), cuando supo que la gente andaba como ovejas sin pastor (Mc 6,24), cuando
vio llorar a la viuda de Naím (Lc 7,14) o cuando estuvo en compañía de quienes
no tenían qué llevarse a la boda (Mc 8,2). En esas y otras situaciones
semejantes Jesús “se conmovió”, traducción de un verbo griego que, para
designar un movimiento profundamente radical, echa mano ni más ni menos que de
la imagen de las entrañas maternas. Es esa misma conmoción la encarnada en
personajes de parábolas como el buen samaritano (Lc 10,33), el acreedor que
perdona la deuda de su siervo (Mt 18,37) o –en nuestro caso– el padre que ve
llegar a su hijo reducido a la miseria.
La
nueva perfección se llama misericordia.
La misericordia no es inoperante
lástima porque no se deja enredar en la maraña de los sentimientos. De nuevo
Santo Tomás: la misericordia “nos compele, en realidad, a socorrer, si
podemos”; a ella “compete volcarse en los otros y, lo que es más aún, socorrer
sus deficiencias”. Así es, la misericordia al modo de Jesús se hace don: salud
para el leproso, enseñanza para la muchedumbre, resurrección para el hijo de la
viuda, pan y pescado para los hambrientos. Y re-creación para el hijo abusador,
perdón que le valió –diría San Pablo– que “lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha
comenzado”.
Existe, por lo tanto, una versión
cristiana, del “sed santos porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo”
contenido en los viejos códigos de pureza (Lv 11,44) y de santidad (Lv 19,1;
20,7), a saber: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). He
ahí la perfección evangélica. Tampoco eso, por supuesto, podía pasar
desapercibido a Santo Tomás (última vez que lo cito, prometido): “En sí misma, la
misericordia es, ciertamente, la mayor [de las virtudes] [...] Por eso se
señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se
manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia [...] entre todas las
virtudes que hacen referencia al prójimo, la más excelente es la misericordia,
y su acto es también el mejor”.
La
misericordia pare alegría y hace valer la fraternidad.
Como la cuaresma pare pascua, la
misericordia pare alegría. Las tres parábolas de la misericordia terminan en júbilo,
quizás hasta en algazara: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que
había perdido” o “la dracma que había perdido”, dicen el pastor y la mujer,
allí mismo donde el padre misericordioso invita: “Celebremos una fiesta”. La
misericordia procura alegría para quien, recibiéndola, se ve aliviado en su
sufrimiento, pero también para quien, dispensándola, sabe que “hay más alegría
en dar que en recibir” (Hch 20,35).
La parábola del padre
misericordioso termina en punta. No sabemos si el hijo mayor se sumó a la
fiesta o si prefirió seguir puritanamente enfurruñado. También él, desde luego,
había recuperado a un hermano por más que le costara reconocerlo. El abusador
arrepentido no era sólo “ese hijo tuyo” que él mencionó a su padre, sino
también, después de todo, “este hermano tuyo” que su padre le mencionó a él. Y
es que nadie (¡nadie!) está nunca (¡nunca!) definitivamente excluido de la
fraternidad; convicción de Lucas porque convicción de Jesús: Reinado de Dios.
ESTUDIO
BÍBLICO
Aprender a ser hijo de Dios y
hermano de los hombres
Iª
Lectura: Josué (5,10-12): Pascua en la tierra prometida
I.1. La primera lectura pretende
recordar un hecho bien determinado de la historia primitiva del pueblo de
Israel cuando se celebró la Pascua, fiesta de la liberación, en Guilgal. Es la
primera Pascua en la tierra prometida, para señalar que desde ahora se terminan
los dones extraordinarios del desierto, como el maná, porque el pueblo no puede
vivir exclusivamente de cosas extraordinarias, sino que tiene que vivir su fe
en Dios, en Yahvé, desde la experiencia de cada día, de la lucha de cada día,
del trabajo de cada día. La confianza en Dios no puede alimentarse de cosas que
estén fuera de lo normal, sino que debemos acostumbrarnos a ver la mano de Dios
en todos los momentos de nuestra vida.
Si la primera Pascua, la del Éxodo
(Ex 12), es la de la liberación, esta Pascua en Guilgal es un memorial de
acción de gracias porque ha terminado el tiempo del desierto, de la esclavitud.
Es muy probable que el autor deuteronomista, redactor de los libros históricos,
quiera hacer presente que la tierra es también un don de la Pascua de la
liberación. Es una fiesta de unidad, de alegría: Dios ha cumplido su promesa.
Un día escuchó el lamento del pueblo y hoy el pueblo debe hacerle una fiesta
porque es un Dios consecuente. Es probable que la historicidad de este relato
deje muchos cabos sueltos, pero no importa.
IIª
Lectura: 2ª Corintios (5,17-21): La salvación como reconciliación
II.1. La lectura pone como tema
dominante la reconciliación a lo que Pablo dedica toda su vida apostólica, toda
su pasión por Cristo. Eso es lo que él ha querido trasmitir a su comunidad
frente a algunos adversarios que lo ponen en duda. El evangelio de Cristo, para
Pablo, se centra precisamente en la reconciliación de todos los hombres con
Dios; por ello da Cristo su vida y eso es lo que los cristianos celebramos en
las Pascua, a la que nos prepara este tiempo de Cuaresma. La Pascua de Cristo
abre, pues, una nueva era: la era de la reconciliación.
II.2. La teología de la
reconciliación ha dado mucho que hablar y se presta a muchas lecturas según el
mundo religioso de la época y de la sociedad de esclavos y libres de entonces.
Pablo, sin duda, ha teologizado estas fórmulas y le ha dado su sentido. El tema
lo remata maravillosamente Pablo con una fórmula tradicional sobre la muerte
redentora de Cristo (v.21). De alguna manera, Pablo piensa que está en sus
manos el misterio de la reconciliación de Dios con los hombres. El sabe que
esto viene de Dios (v.19) y sabe que ello ha sido posible mediante la muerte de
Jesús (v. 21). Pero la reconciliación por la muerte no es una necesidad que
tenga Dios de la misma muerte, sino porque así lo han querido los hombres en el
rechazo de Cristo. La pregunta es ¿cómo reconciliarse con Dios? Aceptando el
mensaje de la salvación que Pablo está encargado de proclamar en el mundo. Este
mensaje es el evangelio, y el evangelio está centrado en la muerte y
resurrección de Jesús.
Evangelio:
Lucas (15,1-3. 11-32): El Dios, Padre, pródigo de sus hijos
III.1. En este domingo nos
encontramos en el corazón de la Cuaresma, y de alguna manera, en el corazón del
evangelio de Lucas, que es la lectura determinante del Ciclo C del año
litúrgico. En el corazón, porque Lc 15, siempre se ha considerado el centro de
esta obra, más por lo que dice y enseña en su catequesis, que porque
corresponda exactamente a ese momento de la narración sobre Jesús. La otras
lecturas de hoy simplemente acompañan a la grandeza y radicalidad de lo que hoy
se nos comunica en el evangelio. Por eso, el misterio de la reconciliación,
diríamos que se expresa maravillosamente en el evangelio de este día: Lc
15,11-32. Esta es una de las piezas maestra de la literatura narrativa del
Nuevo Testamento, y una maravillosa historia de amor de padre frente a egoísmos
y rencores de hijos. Jesús, ante las acusaciones de los que le reprochan que le
da oportunidades a los publicanos y pecadores, cosa que no entra en los
cálculos de las tradiciones más exigentes del judaísmo, contesta con esta
parábola para dejar bien claro que eso es lo que quiere Dios y eso es lo que
hace Dios por medio de él.
III.2. Se podrían escribir páginas
enteras de la narración, de su intriga asombrosa, de los “tempi” narrativos, de
su desenlace. Se podría recurrir a hermenéuticas sofisticadas de las formas en
las que esto se ha logrado. Del lenguaje y el arte de la misma intriga divina.
De hecho hay libros maravillosos que pueden servir no solamente para preparar
el texto a nivel literario, exegético, teológico y espiritual (cf v.g. F.
CONTRERAS MOLINA, Un padre tenía dos hijos, Estella, Verbo Divino, 1999). Hay
textos clásicos de escritores y predicadores que dan en la tecla verdadera de
la armonía y la polifonía del texto bíblico. La hermenéutica podría decirnos
que no es un texto sagrado, sino de simple humanidad. Pero no es verdad que en
boca de Jesús no sea precisamente sagrado: es describir lo divino por lo
humano.
III.3. Es toda una justificación y
una defensa incuestionable de Dios, de Dios como Padre. Por eso no es,
propiamente hablando, la parábola del hijo pródigo, del hijo que vuelve, del
hijo que se arrepiente, aunque esto es muy importante en la narración y en su
profundidad simbólica. Es la parábola del Padre, de Dios, que nunca abandona a
sus hijos, que nunca los olvida. De ahí que algunos autores, con razón, han
señalado que deberíamos comenzar a entender la parábola fijándonos en el hijo
mayor; el que no quiere entrar a la fiesta que da el padre por haber encontrado
a su hijo. Él, que siempre se ha quedado con el padre en la casa, tiene unos
derechos legales que nadie le niega, pero le falta la capacidad del padre para
tener la alegría de ver que su hermano ha vuelto. No tiene mentalidad de hijo,
de hermano; es alguien que está centrado en sí mismo, sólo en él, en su mundo,
en su salvación.
III.4. El hijo mayor, en el fondo,
no quiere que su padre sea padre, sino juez inmisericorde. Porque esto es lo
importante de la parábola, por encima de cualquier otra cosa: que se ha
organizado una fiesta por un hermano perdido, y no está dispuesto a participar
en ella. Jesús está hablando de Dios y es la forma de contestarle a los
escribas y fariseos que se escandalizan de dar oportunidades a los perdidos: el
Dios que él trae es el de la parábola; el que viendo de lejos que su hijo
vuelve, sale a su encuentro para hacerle menos penosa y más humana su
conversión, su vuelta, su cambio de mentalidad y de rumbo. Esta es su significación
última y definitiva. ¿Estaríamos nosotros dispuestos a entrar a esa fiesta de
la alegría? ¿Queremos para los otros el mismo Dios que queremos para nosotros?
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