domingo, 26 de abril de 2015

DOMINGO 4° DE PASCUA


«Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas 
y ellas me conocen a mí»


Las lecturas de este domingo tienen como tema central el amor personal y concreto que Dios nos tiene a cada uno de nosotros.

En Hechos de los Apóstoles san Pedro proclama ante el Sanedrín que el enfermo que pedía en la puerta del Templo (cf. Hch 3,1-10) ha sido curado por Jesucristo, aquel al que ellos enviaron a la Cruz, y al que Dios resucitó.

En el Salmo responsorial le damos gracias a Dios y le bendecimos por todo el bien que nos ha hecho.

San Juan, en su Primera Carta, nos hace ver que Dios, por amor, nos ha constituido en hijos suyos. Esto nos ha de llenar de esperanza, porque cuando resucitemos seremos semejantes a Él.

Y también san Juan en el Evangelio nos habla del amor de Dios por medio de la imagen del Buen Pastor, que cuida de sus ovejas porque las quiere, no porque le paguen por cuidarlas.

DIOS NOS HABLA. CONTEMPLAMOS SU PALABRA.

I LECTURA

Jesucristo es la piedra dejada de lado. En él cobra sentido toda la historia que Dios va construyendo con la humanidad. Los Apóstoles denuncian a sus jefes religiosos porque no han sabido reconocer quién es Jesús. Este es también un llamado para que reconozcamos el lugar que tiene Jesús en nuestra vida. No existe algo que pueda dar más solidez a nuestra vida que el nombre de Jesucristo.

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4, 8-12

En aquellos días: Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: “Jefes del pueblo y ancianos, ya que hoy se nos pide cuenta del bien que hicimos a un enfermo y de cómo fue sanado, sepan ustedes y todo el pueblo de Israel: Este hombre está aquí sano delante de ustedes por el Nombre de nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, al que ustedes crucificaron y Dios resucitó de entre lo muertos. Él es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular. Porque, en ningún otro existe la salvación, ni hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos”.
Palabra de Dios.

Salmo 117, 1. 8-9. 21-23. 26. 28-29

R. Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor.

¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor! Es mejor refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; es mejor refugiarse en el Señor que fiarse de los poderosos. R.

Yo te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación. La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular. Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos. R.

¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Nosotros los bendecimos desde la Casa del Señor: Tú eres mi Dios, y yo te doy gracias; Dios mío, yo te glorifico. ¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor! R.

II LECTURA

Cada palabra de esta Carta merece ser considerada en todo su valor. “Seremos semejantes a él”, significa que Dios no quiere negarnos nada de su ser, sino que quiere establecer con nosotros una comunión total. “Lo veremos tal cual es”, significa este conocimiento de Dios que ahora es imperfecto, será pleno, nuestra mente se iluminará y nuestro corazón se llenará de gozo.

Lectura de la primera carta de san Juan 3, 1-2

Queridos hermanos: ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
Palabra de Dios.

ALELUYA        Jn 10, 14
Aleluya. “Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí”, dice el Señor. Aleluya.

EVANGELIO

Jesús tiene un trato cercano y familiar con el Padre. Y del mismo modo y con el mismo estilo, mantiene el conocimiento y la relación con cada uno de nosotros, sus ovejas. ¿Qué podemos temer? Nuestro Pastor conoce todas nuestras necesidades y sabe de nuestra debilidad. Dejemos que nos cargue, dejemos que nos lleve al lugar del descanso donde nuestras fuerzas se reparan. Con él tendremos el gozo que tienen en su mutuo amor el Padre y el Hijo.

Ì Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 10,11-18

Jesús dijo: “Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: Conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí –como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre– y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: Ellas oirán mi voz, y así habrá un solo rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: Este es el mandato que recibí de mi Padre”.
Palabra del Señor.

MEDITAMOS LA PALABRA DE DIOS

No es difícil encontrar a personas que se relacionan con Dios como si fuera una «máquina expendedora». Le rezan buscando únicamente que les resuelva problemas y les consiga caprichos. Consideran que el rezo es como la moneda que un mete en la máquina para que automáticamente salga lo que se ha pedido. Desgraciadamente, ésta es una tentación en la que todos podemos caer en un momento dado.

Asimismo, en ciertas religiones y espiritualidades se considera a la Divinidad como un ente con el que no nos podemos relacionar personalmente. Consideran que la Divinidad ha dado origen a todo y da sentido a todo, pero no es capaz de relacionarse personalmente con las partes de ese todo, sino que se limita a ser una fuente inagotable de felicidad. Sería algo así como el Sol: todos podemos aprovecharnos de su luz y calor, pero el Sol no nos envía sus rayos pensando personalmente en cada uno de nosotros. Los rayos del Sol que yo recibo son los mismos que puede recibir cualquiera.

En la espiritualidad cristiana, sin embargo, nuestra relación con Dios es muy diferente. Las Escrituras nos dicen claramente que Dios no se limita a crear y regir el mundo sino que, además, nos conoce personalmente a cada uno de nosotros y nos trata de forma personalizada. Así lo expresa el Salmo 138,1-5: «Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. No ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda. Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma».

Precisamente, en el Salmo responsorial de la Eucaristía de hoy, le hemos agradecido a Dios que nos atienda personalmente y nos ayude en nuestras necesidades: «Te doy gracias pues me has escuchado, tú fuiste para mí la salvación» (Sal 117,21). En cambio, los seres que son como máquinas o como el Sol, no escuchan, se limitan a dar indiscriminadamente.

Sabemos que Dios no es una máquina, ni es como el Sol. Dios es un Padre, que conoce muy bien a cada uno de sus hijos. O, también, Dios es como un buen pastor, que conoce a cada oveja y la conduce hacia pastos saludables.

Pues bien, la clave de que Dios sea un ser personal es el amor. Ni el Sol ni las máquinas aman, por eso no se comunican de corazón a corazón con nosotros. Dios nos ha hecho con amor, nos ayuda con amor y nos espera en el Cielo con amor. El suyo es un amor que, además, le impide forzar nuestra libertad. Como un buen padre, deja que sus hijos seamos responsables de nuestra vida.

San Lucas, en el capítulo 3 de Hechos de los Apóstoles, narra una curación acaecida en la entrada del Templo de Jerusalén. Resulta que cuando Pedro y Juan entraban en el Templo para orar, un tullido les pidió que le diesen una limosna. Pedro, entonces, le dijo que no podía darle dinero, pero sí algo mucho mejor: la salud. Y así fue, aquel tullido se fue andando.

En la escena que hemos escuchado hoy de Hechos de los Apóstoles, Pedro le explica al Sanedrín, es decir, a las máximas autoridades judías, qué ha pasado en dicha curación, y entonces aprovecha para anunciar la resurrección del Señor. Les dice: «…este hombre se encuentra ahora sano ante vuestros ojos gracias a Jesús de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios ha resucitado» (Hch 4,10). Efectivamente, Dios no tuvo reparos en curar a aquel tullido cuando san Pedro se lo pide en nombre de su Hijo. Fue un milagro que Dios obró de forma personal a ese enfermo que pedía en la puerta del Templo, porque san Pedro así se lo pidió.

Todos nosotros hemos sentido cómo, de un modo u otro, Dios ha actuado en nuestra vida para ayudarnos. Y también hemos sentido cómo su amor se ha dirigido personalmente a nosotros. Por eso sabemos por experiencia que la clave de nuestra relación con Dios está en el amor.

Pues bien, san Juan, en su Primera Carta, nos dice que este amor que Dios nos tiene es lo que nos constituye en hijos suyos. Nos conoce perfectamente y nos quiere con todo su corazón, como el padre del hijo pródigo (cf. Lc 15,20-24), que por amor le deja marchar libremente, por amor espera su regreso y por amor le acoge con una gran fiesta.

Como ven, las lecturas de hoy nos dicen que Dios no es un ser impersonal, parecido a una máquina o una estrella celeste, sino alguien que nos conoce y nos ama personalmente. Cuando dirigimos a Dios nuestras súplicas, o le damos gracias, o le bendecimos, Él sabe muy bien quienes somos nosotros y lo que hay en nuestro corazón. Sabe si estamos orando de verdad: con amor, o si simplemente lo hacemos por rutina. Sabe si lo que le decimos es algo realmente importante, o si es un mero capricho. Por eso, como un buen padre, Dios conoce lo que verdaderamente necesitamos (cf. Mt 6,8).

Hagamos el esfuerzo de recordar siempre que Dios se relaciona con nosotros personalmente, nos acompaña en el día a día y nos guía hacia la felicidad. Y no olvidemos que todo eso lo hace por amor: porque somos hijos suyos.



ESTUDIO BÍBLICO

Iª Lectura: Hechos (4, 8-12): Jesús, piedra angular de la salvación de Dios

I.1. La lectura de Hechos, nos muestra la continuidad del discurso que Pedro ya había comenzado ante la gente, a causa de la curación de un tullido (c. 3). Ahora el testimonio es ante las autoridades judías que no pueden permitir que, en nombre de Dios, se hable de Jesús. Esa es la pregunta que les hacen a los apóstoles: ¿en nombre de quién? Se entiende que en nombre de Jesús, pero implícitamente es en nombre de Dios, que es quien ha resucitado a Jesús, que ellos habían condenado injustamente. La relación estrecha entre Jesús y su Dios es aquí el paradigma teológico sobre el que se construye nuestro texto. Las autoridades condenaron a Jesús para salvar el “honor” de su Dios… Pero la respuesta de Dios es radical contraria a los planes que ellos urdieron, por medio de la resurrección.

I.2. Debemos fijarnos en las veces que aparece el “nombre” (aunque se usa explícitamente Jesucristo el Nazareno) como elemento decisivo de lo que Pedro tiene que anunciar: el kerygma, es decir, la muerte y la resurrección de Jesús. Esto nos recuerda lo que Pablo nos transmite por medio del himno a los Filipenses: “un nombre sobre todo nombre” (Flp 2,9-10). Al nombre de Jesús… todo rodilla se doble. La insistencia sobre el nombre es sugerente. Sabemos que Jesús significa “Dios salva” o “Dios es mi salvador”. Por tanto, insistiendo en este discurso sobre “el nombre”, se está reivindicando al “condenado” por ellos, el “proscrito” con su juicio. Ahora es, a partir de la muerte y la resurrección de Jesús cuando el nombre de Jesús ejerce todo su quehacer dinámico, salvífico.

I.3. Dios lo ha convertido en piedra angular según la cita del Salmo 117. Así, pues, el discurso de Pedro ante las autoridades judías es una acusación a los “pastores” de ese pueblo que no han sabido o no han querido aceptar que en Jesús estaba el futuro de la salvación del pueblo. En realidad no han defendido el honor de Dios, sino que su culpabilidad clama al cielo. Los pastores que buscaban el celo de Dios han desechado la “piedra angular”. Es uno de los discurso más duros de los Hechos sobre los responsables judíos. No se trata, pues, de “antisemitismo”, sino de proclamar la verdad de lo que le sucedió con Jesús el Nazareno.

IIª Lectura: Iª de Juan (3, 1-2): El amor que nos hace hijos de Dios

II.1. El texto de la carta de San Juan está en el ámbito auténtico de la teología joánica, con todas sus características: amor, hijos de Dios, conocer, el mundo, “ver a Dios”. La carta de Juan está cargada de todos esos términos que muestran una cosa clara: la comunidad joánica, cristiana, está enfrentada al mundo. Se han insinuado muchas cosas acerca de las influencias sobre este escrito. Se ha hablado del “círculo joánico” como un círculo selectivo, a semejanza con la comunidad de Qumrán. Pero no están claras estos ascendientes, ni se puede hablar de un mundo exactamente dualista: amor/odio; luz/tinieblas.

II.2. También podemos fijarnos en la correlación existente entre “amar” y “conocer” como si se quisiera decir que el conocer es lo mismo que amar en este caso. De alguna manera eso es verdad, pero no se trata de un conocimiento de tipo “gnóstico” como encontramos en los evangelios apócrifos de Tomás o el publicado ahora de Judas (algunos lo piensan), sino que hay que tener en cuenta el sentido profundo que el “conocer” tiene en la Biblia como “experiencia de amor”; es el amor el conocimiento más profundo.

II.3. En todo caso, lo más importante es que el Padre nos hace hijos, porque nos ama. Esta afirmación teológica encierra una densidad religiosa inigualable. Dios, el Dios de Jesús, el Dios del amor, no se guarda para sí lo divino. De hecho, se insinúa una promesa todavía más intensa cuando se dice que, en la “manifestación” de Dios, al final, o en el final de cada uno, todavía seremos algo más… Esta es la promesa de un Dios, Padre, que quiere compartir su vida con nosotros; no como los “dioses” de este mundo que no quieren compartir nada.

Evangelio: Juan (10,1-10). Yo he venido para que tengan vida en plenitud

III.1. El evangelio de Juan (10,1-10), nos habla del «buen pastor» que es la imagen del día en la liturgia de este cuarto domingo de Pascua. Comienza el evangelio con una especie de discurso enigmático -al menos para los oyentes-, aunque es un texto bien claro: en el redil de las ovejas, el pastor entra por la puerta, los ladrones saltan por la tapia. Es una especie de introducción para las propuestas cristológicas de Juan. Esas afirmaciones, con toda su carga teológica, se expresan con el lenguaje de la revelación bíblica, con el «yo soy», que en el evangelio de Juan son de gran alcance teológico. Está construido, el conjunto, en dos momentos 1) vv. 1-5 sobre el buen pastor; 2) vv. 7-10 sobre Jesús como puerta.

III.2. En el AT Dios se reveló a Moisés con ese nombre enigmático de “Yhwh” (Yahvé) (el tetragrámaton divino) (algunos piensan que significa “yo soy el que soy”, aunque no está claro). Ahora, Jesús, el Señor, según lo entiende san Juan, no tiene recato en establecer la concreción de quién y de lo que siente. Y de la misma manera que se ha presentado en otros momentos como la verdad, la vida, la resurrección, la luz (cf. especialmente el discurso de revelación de Jn 14), ahora se nos presenta con la imagen del pastor, cuya tradición veterotestamentaria es proverbial, como nos muestra el hermoso Salmo 23. Si en este salmo se dice que “el Señor es mi pastor, nada me falta”, ahora el evangelista hace que Jesús lleve a cumplir ese deseo del salmista. Jesús, pues, es el que trae lo que nos hace falta para la vida. El salmo 23 es un poema de confianza; por tanto, las palabras de revelación del evangelio de hoy hablan a favor de una revelación para la confianza de los que le oyen y le siguen.

III.3. La imagen segunda, de la puerta, es la imagen de la libertad y de la confianza también: no se entra por las azoteas, por las ventanas, a hurtadillas, a escondidas. Sin puerta no hay entradas ni salidas, ni caminos ni proyectos. En el Antiguo Testamento se habla de las puertas del templo: “¡Abridme las puertas del triunfo y entraré para dar gracias al Señor! Esta es la puerta del Señor: ¡los vencedores entrarán por ella!” (Sal 118,19-20). Las puertas del templo o de la ciudad eran ya el mismo conjunto del templo o de la ciudad santa (es una metonimia = la parte por el todo). Por eso dice el Sal 122,2: “ya están pisando nuestros pies tus puertas Jerusalén”; cf. Sal 87,1-2; 118,21; etc.). Pasar por la puerta era el ¡no va más! para los peregrinos. Ahora Jesús es como la nueva ciudad y el nuevo templo para encontrarse con Dios. Porque a eso iban los peregrinos a la ciudad santa, a encontrarse con Dios. Pero desde Jesús podremos encontrarnos con Dios escuchando su voz y viviendo su vida allá donde estemos.

III.4. Jesús en este evangelio se propone, según la teología joánica, como la persona en la que podemos confiar; por Él podemos entrar y salir para encontrar a Dios y para encontrar la vida. Quien esté fuera de esa puerta, quien pretenda construir un mundo al margen de Jesús lo puede hacer, pero no hay otro camino para encontrarse con el Dios de vida y con la verdad de nuestra existencia. No es una pretensión altisonante, aunque la afirmación cristológica de Juan sea fuerte. Eso no quita que debamos mantener un respeto y una comprensión para quien no quiera o no pueda entrar por esa puerta, Jesús, para encontrar a Dios. Nosotros, no obstante, los que nos fiamos de su palabra, sabemos que él nos otorga una confianza llena de vida.

III.5. Se habla de un “entrar y salir” que son dos verbos significativos de la vida, como el nacer y el morir. En Jesús, puerta verdadera de la vida, ésta adquiere una dimensión inigualable. Por la fórmula de revelación, del “yo”, se quiere mostrar a Jesús que hace lo contrario de los ladrones que entran de cualquier manera en la casa, para robar, para matar, para llevarse todo lo que pueden. Jesús, puerta, “viene” para dar, para ofrecer la vida en plenitud (v. 10). (Fray Miguel de Burgos Núñez, O. P.).







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